El presidente se dirige a la nación estadounidense desde el Despacho Oval, tres días después de anunciar su retirada de la carrera para la reelección: “La idea de América queda en vuestras manos”
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, justificó este miércoles su decisión de no presentarse a la reelección como la expresión de un elevado acto de generosidad y de sacrificio personal por el bien de sus compatriotas. “Venero este lugar, pero quiero más a mi país. La defensa de la democracia, que está en juego, es más importante que ostentar cualquier cargo”, dijo Biden en un sentido discurso a la nación televisado desde el Despacho Oval en el que también defendió los logros de su presidencia y fijó los objetivos para los seis meses que aún le quedan por delante en la Casa Blanca. “Me da fuerza y alegría trabajar por el pueblo estadounidense”, agregó. “Pero la sagrada tarea de continuar perfeccionando nuestra Unión no puede ir sobre mí. Trata de usted. De su familia. De su futuro. De ‘Nosotros, el pueblo”.
Biden presentó su relato de superación como la expresión del sueño americano de “un chico tartamudo de humildes orígenes” que en una de sus noches más difíciles traía un mensaje urgente: “Estados Unidos tendrá que elegir entre avanzar o retroceder, entre la esperanza y el odio, entre unidad y división”. “La historia está en vuestras manos”, afirmó. “El poder está en vuestras manos. La idea de América queda en vuestras manos. Sólo tenemos que mantener la fe, mantener la fe y recordar quiénes somos”.
Fueron poco más de 10 minutos llenos de referencias históricas, en los que quiso mirarse en el espejo de Roosevelt y Washington y no faltó la famosa definición de América de Benjamin Franklin: “Una república, siempre que sepamos mantenerla”. Si se echa a un lado, les dijo a sus compatriotas, lo hace precisamente con ese objetivo y con el de unir al país y no porque no se crea capaz de un segundo mandato. “Ha sido el gran privilegio de mi vida servir a esta nación durante más de 50 años”, sentenció sobre su larga carrera política.
Era la primera intervención formal del presidente desde que el pasado domingo anunció en la red social X su doble decisión de no empeñarse en mantener su candidatura a la presidencia y de elegir como su sucesora a la vicepresidenta Kamala Harris, a la que definió como una compañera de viaje “experimentada, dura y capaz”.
El discurso cerró uno de los capítulos más complicados de la larga trayectoria política de Biden. La renuncia-bomba había llegado al término de las larguísimas semanas que siguieron a su desastroso debate presidencial con el aspirante republicano, Donald Trump, tras el que arreciaron las dudas sobre las aptitudes físicas y mentales de un hombre de 81 años para salir reelegido en las urnas y desempeñar el que tal vez sea el oficio más difícil del mundo durante cuatro años más. Aquel 27 de junio en Atlanta se abrió también la veda para que destacados miembros de su partido, viejos aliados, medios de comunicación y analistas empezaran a sugerirle, primero, para exigirle, después, que reconsiderara su decisión. Finalmente, hicieron falta 24 agónicos días antes de que se rindiera a la evidencia.
“He decidido que la mejor manera de avanzar es pasar el testigo a una nueva generación”, dijo este miércoles Biden en un discurso de tono grave en horario de máxima audiencia para el que se hizo acompañar de su familia en el Despacho Oval. “Es el momento de dejar que se escuchen nuevas voces, voces mas jóvenes”.
El recurso a la “defensa de la democracia” fue constante, y una y otra vez pudo interpretarse como una referencia poco velada Trump; el presidente lleva un par de años identificando insistentemente a su contrincante como una amenaza existencial para el experimento estadounidense. Poco antes de la intervención presidencial desde la Casa Blanca, su contrincante presumió de haberlo echado. “Hace tres días derrotamos oficialmente al peor presidente de la historia de nuestro país, el corrupto Joe Biden”, afirmó el candidato republicano.
El demócrata trabajó en el texto durante los últimos tres días, 72 horas vertiginosas en las que Harris se aseguró los apoyos necesarios para ser designada como candidata presidencial en medio de una oleada de entusiasmo y de una lluvia de millones en donaciones. Al fervor que siguió a su renuncia, Biden ha asistido, como quien tiene el privilegio de presenciar su propio funeral político, desde su casa en la playa en Rehoboth, en su Delaware natal. Allí se refugió la semana pasada tras infectarse con covid, enfermedad de la que dio negativo este martes. Durante el que no cuesta imaginar como uno de los fines de semanas más duros de trayectoria, Biden estudió las encuestas desfavorables y ultimó su decisión, que mantuvo en secreto un reducido círculo, mientras escribía con la ayuda de dos de sus más estrechos asesores el texto de su adiós. De todo ese proceso no ofreció más detalles este miércoles.
Con su renuncia, Biden ceja en su empeño de perseguir su reelección, pero cumplirá con las obligaciones del resto de su presidencia, una decisión que ha recibido las críticas de los republicanos, que consideran que si no está para ganar unas elecciones, tampoco lo está para seguir ejerciendo ni un día mas como Comandante en Jefe.
“Durante los próximos seis meses me concentraré en hacer mi trabajo”, prometió Biden en el Despacho Oval. “Eso significa que continuaré reduciendo los costos para las familias trabajadoras y haciendo crecer nuestra economía. Seguiré defendiendo nuestras libertades personales y nuestros derechos civiles, desde el derecho a votar hasta el derecho a elegir”, añadió, en referencia al aborto.
Biden lo ha sido casi todo y durante casi todo el tiempo posible en Washington: senador, vicepresidente y, finalmente, tal y como fue su sueño desde niño, presidente de Estados Unidos, cargo al que llegó aupado por 81 millones de votos en un momento de extrema desunión y en mitad de una pandemia. Tal vez ninguno de esos encargos fue tan ingrato como el que le toca ahora. Biden ya es un lame duck president, un pato cojo que sabe que tiene los días contados, pero aún pelea por resultar relevante mientras el mundo ya ha pasado su página. No solo eso: todavía le queda un último empujón para asegurar su legado. Este miércoles prometió usar ese tiempo de descuento en combatir la epidemia de la violencia armada, en perseguir la reforma del Tribunal Supremo y en continuar trabajando en su iniciativa para acabar con el cáncer y en contribuir a la fortaleza de la OTAN.
Escenario trascendental
Históricamente, los discursos presidenciales desde el Despacho Oval marcan momentos trascendentales en los que los mandatarios hablan a sus compatriotas en mitad de serias crisis nacionales o para hacer anuncios de gravedad. Era la cuarta vez que Biden escogía ese solemne escenario para dirigirse al pueblo estadounidense. Dice mucho del extraordinario momento que está viviendo el país en este verano del descontento que dos de esas ocasiones hayan sido en el espacio de una semana y media: la anterior fue el 14 de julio, al día siguiente del atentado contra Donald Trump en un mitin en Pensilvania. Las otras dos veces fueron para hablar del ataque de Hamás en Israel del pasado 7 de octubre y para elogiar la aprobación de un acuerdo presupuestario entre ambos partidos que prolongó el techo de deuda hasta enero de 2025.
En 248 años de historia de Estados Unidos, cuatro presidencias acabaron prematuramente por asesinato. Otra, la de Richard Nixon, cayó bajo el empuje del escándalo del Watergate. La de Lyndon B. Johnson, la inmediatamente anterior, terminó por su propia renuncia. Es el precedente más directo en la memoria reciente al caso de Biden; Johnson también decidido no presentarse a un segundo mandato. Lo hizo acosado por la desastrosa guerra de Vietnam, por sus problemas de salud y por la sensación de desconexión con una nueva generación de votantes.
Tomó la decisión antes que Biden. El 31 de marzo de 1968, a poco más de siete meses de las elecciones, se la comunicó a sus compatriotas en un discurso televisado de 40 minutos que se les dijo que trataría sobre la marcha de la guerra. El bombazo que contenía en su interior llegó sin previo aviso. Johnson empezó acordándose de los “hijos de Estados Unidos en los lejanos campos de batalla”, se refirió a la convulsión interna del país y avanzó que había decidido dedicarse a “los maravillosos deberes de la presidencia”. Hizo una pausa, y, por un momento, decenas de millones de personas no supieron bien qué pensar. Entonces, añadió: “En consecuencia, no buscaré ni aceptaré la designación de mi partido para otro mandato”.
A esas palabras siguieron algunos de los meses más convulsos de la historia política estadounidense: los asesinatos del senador Robert Kennedy y del reverendo Martin Luther King, la agitada Convención Demócrata de Chicago, en la que los delegados se sacaron los ojos mientras a las puertas los manifestantes protestaban por la guerra y los antidisturbios se empleaban a fondo y, finalmente, la rotunda victoria de Richard Nixon sobre Hubert Humphrey en las urnas.
Parecen los demócratas decididos a evitar la repetición de ese precedente, invocado una y otra vez durante este año, en el que otra guerra, la de Israel en Gaza, dañó seriamente la imagen de Biden entre los votantes jóvenes y los electores árabes. El rápido cierre de filas en torno a Harris, que consiguió los delegados necesarios en poco más de 24 horas tras recibir el apoyo inmediato del presidente, hace pensar que la convención de este mes de agosto, que también se celebra en Chicago ―cosas de la historia que rima―, no será tan convulsa como aquella.
Este jueves, Biden amanecerá en la Casa Blanca en una posición a la que se resistió todo lo que pudo y tras dar un discurso que nunca quiso escribir. En el primer día del resto de su vida presidencial, tiene previsto verse con el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, antes de marcharse a pasar el fin de semana a Camp David. No deja de ser paradójico que esa sea su primera tarea tras la histórica renuncia: un alto el fuego en Gaza es uno de los objetivos más urgentes de los seis meses que tiene por delante. Y lograrlo o no será clave para definir el lugar que la historia de Estados Unidos le tiene reservado al chico tartamudo de origen humilde que llegó a presidente.