La comisión presenta evidencias del “desquiciado” ambiente que dominó la Casa Blanca al final de la presidencia del magnate y de su relación con los grupos radicales que sembraron Washington de violencia
La competencia es, sin duda, durísima, pero aquella reunión de la noche del 18 de diciembre de 2020 en el Despacho Oval se lleva el premio a “la más desquiciada de la presidencia de Donald Trump”. Quedó claro tras escuchar las conclusiones presentadas en Washington este martes, durante la séptima sesión de la comisión del Congreso que investiga el ataque al Capitolio, tal vez la más sustanciosa hasta la fecha.
A aquel encuentro, convocado de urgencia, acudieron personas del círculo cercano del aún presidente, como la siniestra abogada Sidney Powell; el exalcalde de Nueva York, Rudy Giuliani; o el recién indultado general Michael Flynn, primer consejero de Seguridad Nacional de Trump. Se sumaron sobre la marcha varios de sus colaboradores más estrechos dentro de la Casa Blanca. Duró seis horas. Hubo gritos, insultos, y el grupo se fue moviendo por la residencia presidencial de un ala, la Oeste, a la otra, al calor de una discusión que enfrentaba a dos bandos: los que defendían que la elección del noviembre anterior había sido robada por los demócratas con la ayuda de Irán, China o Venezuela, y aquellos funcionarios que trataban de convencer a Trump del “disparate” de semejantes teorías. Entre los últimos, estaba Pat Cipollone, cuyo testimonio, que se resistió a conceder y que le fue tomado finalmente a puerta cerrada el pasado viernes, ha aportado nuevos y cruciales datos a la investigación.
Una vez que, pasada la medianoche, terminó la áspera reunión, Trump estaba molesto con la oposición de sus aliados más cabales. “Ves lo que tengo que tolerar; con esta gente debo lidiar cada día”, se lamentó ante Powell, quien le respondió que si, por ella fuera, “los despediría y escoltaría inmediatamente hasta la salida”. Así que el magnate calmó su frustración haciendo lo que mejor sabía: tuitear de madrugada.
Envió un mensaje “que cambió el curso de la historia”, según lo definió el demócrata de Maryland, Jamie Raskin, uno de los miembros más connotados del comité. Escrito con el inconfundible y nervioso estilo literario trumpiano, concluía con estas palabras: “Gran protesta en [Washington] DC el 6 de enero. Estad allí. Será salvaje”. Y el resto, en efecto, forma parte de la historia más tenebrosa de Estados Unidos.
Aquel gélido día de invierno, Trump dio un mitin en la capital y arengó a la turba, pese a que, según desveló hace dos semanas en este mismo foro otra testigo, la joven empleada de la Casa Blanca Cassidy Hutchinson, sabía que algunos de sus simpatizantes iban armados. Los animó a que fueran al Capitolio, que tomaron por la fuerza en un acto de “extrema violencia”, e incluso quiso acompañarlos. Los miembros del servicio secreto a cargo de su seguridad lograron convencerlo de lo contrario.
Aquel tuit era bien conocido, pero este martes el pueblo estadounidense ha descubierto otro, que, cosa rara en su autor, se pensó mejor y no llegó a enviar. Decía: “Voy a dar un gran discurso a las 10 de la mañana el 6 de enero en la Elipse [situada al Sur de la Casa Blanca]. Por favor, llegad pronto, se esperan enormes muchedumbres. Marcharemos hacia el Capitolio. ¡¡¡Detengamos el robo!!!”. Ese mensaje nonato, guardado en los Archivos Nacionales y obtenido por los investigadores, viene a demostrar que Trump tenía pensado días antes encabezar una manifestación de sus partidarios, pero que quiso que la decisión pasara por espontánea, como corroboraron varios testimonios y pruebas recogidas por la comisión. Entre ellas, un mensaje de una de sus portavoces, que, tras hablar el 2 de enero con el jefe de gabinete de la Casa Blanca, Mark Meadows, envió un correo electrónico a otros organizadores del mitin en el que les decía que esperaba que el presidente “llamara a todos a marchar al Capitolio”. Dos días después, otra organizadora añadió que era importante mantener el plan “en secreto” para no alertar al Servicio de Parques Nacionales, encargado de conceder los permisos para manifestarse en el Mall de Washington.
La audiencia de este martes también ha servido para establecer los vínculos entre el expresidente y su círculo (fundamentalmente, Flynn y Roger Stone) con, respectivamente, los grupos supremacistas Oath Keepers (Guardianes del juramento) o los Proud Boys (Muchachos orgullosos). Y para volver a mostrar que las personas más próximas al magnate, incluida su hija Ivanka o miembros del equipo legal de Giuliani, le dijeron repetidamente que las teorías del robo electoral carecían de base. Sobre todo, después de que el 15 de diciembre hasta el líder de los republicanos en el Senado, Mitch McConnell, admitiera la derrota de los suyos.
Miembros de las dos organizaciones extremistas han sido acusados de delitos tan graves como el de conspiración sediciosa por su participación en el asalto a la sede de la democracia estadounidense, como parte de la indagación paralela que está llevando a cabo el Departamento de Justicia sobre los hechos del 6 de enero. Este martes compareció en persona ante el comité Stephen Ayres, que se declaró culpable en junio de asaltar el Congreso y aguarda su sentencia en septiembre. Lamenta, dijo, haberse dejado engañar por las mentiras de Trump, que lo llevaron hasta Washington. “Creía cualquier cosa que veía en Internet, así era básicamente. Ahora ya no, ahora me he quitado de todas las redes sociales, y saco mis propias conclusiones”, declaró. ¿Y cree aún en la idea del robo electoral?, le preguntaron. “No tanto”, respondió. “No me parece que sea tan fácil ocultar algo tan gordo”.
A su lado estaba Jason van Tatenhove, que fue miembro de los Oath Keepers hasta 2018. Definió la organización como “peligrosa”. “Es una milicia violenta, básicamente al servicio del ego y de la determinación de su líder, Stewart Rhodes. No es fácil describir su crudeza con palabras. La mejor ilustración de lo que son capaces de hacer está en lo que vimos el 6 de enero”, aclaró. Al final de la sesión, Ayres estrechó la mano de los policías presentes en la audiencia, que se cuentan entre los 140 que sufrieron heridas fruto de la violencia de tipos como él.
Los nueve congresistas trataron asimismo de vincular el asalto con la frustración surgida de la reunión del 18 de diciembre, vívidamente recreada en un montaje de siete minutos de entrevistas grabadas, durante la que a punto estuvo el aún presidente de dictar un decreto que habría dado poder a una consejera especial, a la sazón, Sidney Powell, de incautar máquinas de votación para volver a realizar el recuento de las papeletas. Se impuso el sentido común y finalmente no se tomó una decisión que habría carecido precedentes. “No es así como hacemos las cosas en Estados Unidos”, le dijo al comité durante una confesión de ocho horas Cipollone, que ya ha ingresado junto a la joven Hutchinson en la lista de “testigos explosivos” de este complejo proceso. Cipollone era, por parafrasear la célebre canción del musical Hamilton, sobre uno de los padres fundadores, el hombre que “siempre estuvo en la habitación” en esas caóticas semanas del final de la presidencia de Trump. De ahí la importancia de que finalmente se haya avenido a colaborar. (Raskin también recurrió, por cierto, a Hamilton, cuando echó mano de una famosa sentencia que relaciona a los demagogos con los tiranos).
Al final de la primera parte de la sesión, la comisión compartió con los presentes en el solemne salón Cannon una retahíla de terroríficos videos sacados de los más oscuros rincones de Internet, en los que los vociferantes extremistas que recogieron el guante del famoso tuit de Trump hablaban abiertamente de matar demócratas y acudir armados y con chalecos antibalas a la capital. “Se convirtió en una invitación abiertamente homicida. Uno de ellos incluso habló de celebrar una ‘boda roja’, que en la cultura popular sirve para hablar en clave de una masacre”, explicó Raskin, que ofreció un brillante discurso de cierre y ha sido uno de los miembros más activos del comité, en parte, por motivos trágicamente personales. Su hijo Tommy, de 25 años, se suicidó en la mañana de la Nochevieja de 2020. Pocos días después tuvo que hacer un esfuerzo para acudir el 6 de enero al proceso de certificación del nuevo presidente en el Capitolio junto a su esposa y una de sus otras dos hijas. Los tres, con el trauma aún fresco de ver partir a un ser querido, vivieron en primera persona unas horas en las que pareció que la masa iba a acabar con sus vidas. “Perdí un hijo y a punto estuve de perder una democracia”, explicó en febrero en una entrevista con EL PAÍS. Raskin definió la insurrección como una espiral de violencia con “tres círculos de ataques entrelazados”: el intento de Trump de presionar al vicepresidente Mike Pence para que no certificara el triunfo de Biden, los actos de los grupos de ultraderecha que se presentaron en Washington y la inercia de la muchedumbre “cabreada” que el presidente empujó al Capitolio.
La otra congresista encargada de llevar las riendas del interrogatorio fue la demócrata de Florida Stephanie Murphy, que se cuenta entre los nueve representantes (siete demócratas y dos republicanos) que llevan más de un año recogiendo evidencias y entrevistando a centenares de testigos. Definió el tuit de Trump “como un llamamiento a la acción” que para algunos fue también un “llamamiento a las armas”. Al final de la audiencia, Murphy, refugiada de la Guerra de Vietnam, recurrió a su historia familiar para justificar porque el ataque del 6 de enero es también algo personal para alguien que se lo debe “todo” a Estados Unidos.
En su parlamento inicial, una de los dos republicanos de la comisión, Liz Cheney, explicó que estos habían notado un “cambio de actitud” entre los citados por el Congreso. “Han pasado de tratar de negar y retrasar nuestro trabajo a adoptar el argumento de que el presidente fue manipulado por personas ajenas a su Administración, que lo persuadieron de ignorar a sus asesores más fiables hasta el punto de hacerle incapaz de distinguir el bien del mal”, dijo Cheney, que añadió que esa estrategia persigue exculpar a Trump y colgarle el mochuelo “a gente como John Eastman, Sidney Powell o el congresista Scott Perry”. Los llaman el “grupo de los locos”.
“Esto, por supuesto, carece de sentido”, añadió la representante por Wyoming, una republicana que se la está jugando a un todo o nada al convertirse en la cara del fuego amigo contra el trumpismo en un partido político que parece secuestrado por el fantasma de las elecciones pasadas. “Es un hombre de 76 años, no es un niño impresionable. Es responsable de sus propias acciones y de sus propias elecciones. Como ha demostrado nuestra investigación, tuvo acceso a más detalles e información y sabía con más certeza que la elección en realidad no fue robada que casi cualquier otro estadounidense. Se lo dijeron una y otra vez. Ningún hombre racional o cuerdo en su posición podría ignorar esa información y llegar a la conclusión opuesta”. Cheney desveló después que el magnate había llamado a uno de sus testigos en días recientes para, aparentemente, presionarlo. Este lo denunció a su abogado, que alertó a la comisión, quienes, a su vez, lo pusieron en conocimiento del Departamento de Justicia. “Permítanme que lo diga una vez más: nos tomaremos muy seriamente cualquier intento de influir sobre nuestras fuentes”, avisó Cheney. Esa conducta podría apuntarse en la lista de crímenes que, cometidos durante unas pocas semanas del final de su presidencia, van amontonándose en el casillero de cuentas pendientes de Trump.